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Blog de Vanina L.B. Berón

Blog de Vanina Ludmila Betiana Berón - San Nicolás de los Arroyos - Buenos Aires (Arg.)

viernes, 17 de enero de 2014

La prudencia como arte y la expresión de lo que cuenta

Estuve pensando un par de semanas sobre mi primer post y realmente no sabía que tema era el adecuado. Hablar de los orígenes del Ceremonial y Protocolo??? Mmmhhhh!!! … realmente no quería arrancar de esta manera, pero tampoco podía comenzar con cualquiera de los bellos temas que interesan a los ceremonialistas, organizadores de eventos y comunicadores en general y es por eso que decidí compartir con Uds. un trabajo de Domingo Fernández Agis sobre la prudencia. Creo que “la prudencia” es lo que debe caracterizar a cada uno de nosotros (los ceremonialistas), ya que en el área del Ceremonial y Protocolo debemos practicarla monótonamente y para muchos es un gran aprendizaje; no todas las personas poseen esta gran característica y es altamente necesaria en toda nuestra actividad.

En este texto Agis nos introduce a la visión de Gracián y nos explica su visión del mundo. Además, cuando nos habla de la prudencia nos introduce en el tema de la comunicación verbal, un tema muy importante para nosotros los ceremonialistas, el arte de hablar es algo que todos los profesionales de la materia deben tener en cuenta en cada una de las actividades, ya que muchos de nosotros nos enfrentamos ante este estrés (para la mayoría) y el arte de la escritura también es imprescindible, y la prudencia debe encontrarse en cada una de estas actividades.

Espero que les guste a todos y bienvenidos a mi blog, es mi deseo que disfruten de ésta y de las futuras publicaciones y que sea del interés de todos!!


La prudencia como arte y la expresión de lo que cuenta

Es sin duda Baltasar Gracián un autor de enorme influencia en diversas tradiciones filosóficas occidentales, baste citar en este sentido la deuda que hacia él reconocen pensadores como La Rochefoucauld, La Bruyère, Voltaire, Pascal, Schopenhauer, Nietzsche, Lacan o Jankélévitch. No hay que olvidar que entre sus mayores logros está el ser creador de una de las pocas obras, Oráculo Manual y arte de la prudencia, que han conseguido una perenne actualidad desde el momento de su publicación, en 1647. En efecto, el brillante escritor aragonés es uno de los escasos filósofos españoles que han alcanzado un reconocimiento general y merecido una atención constante por parte de otros pensadores foráneos de incuestionable relieve. Sin embargo, por sorprendente que resulte, nada de esto parece ser suficiente para que en su país de origen se le preste una atención para la que sin duda a su obra le sobran méritos.

Ignorado en los planes de estudio, tanto en el estudio de la Filosofía en la enseñanza media como en la universitaria, el contacto de un estudiante español con su pensamiento suele ser más fruto del azar que de cualquier otro factor. Huelga decir que otro tanto sucede con los lectores en general. Tal vez su condición de jesuita -pese a la evidente ausencia de encaje de su posición filosófica personal en la doctrina de la Compañía-, explique en parte una desconsideración, cuando no un rechazo, cuyo origen reciente tal vez habría que vincularlo a la reacción anticlerical de la intelectualidad española desde los últimos años del franquismo. Así ha sucedido también en otros casos, como fruto de la realización de una indiscriminada amalgama entre todo aquello que pueda oler a eclesiástico, tradicional o escolástico, aunque poca o ninguna realidad tenga tras de si semejante adscripción. Nada más injusto, de ser en este caso así, pues son bien conocidos los problemas que tuvo Gracián con la jerarquía y otros muchos miembros de la orden religiosa a la que perteneció, debidos a la originalidad e independencia de su pensamiento. Por otra parte, un elemento añadido que ha podido influir en la desconsideración de que hablamos es la etiqueta de cínico que, sin ninguna explicaciónni matiz, se le ha colgado en ocasiones.

Es verdad, como a veces se ha señalado, que hay en el pensamiento de Baltasar Gracián ciertos elementos que podrían entenderse como consecuencia de una postura cínica ante la vida. Sin embargo, expresado esto, tenemos que aclarar qué entendemos por cínico, en el sentido en que le estamos aplicando a él esa caracterización. No en vano hay que recordar que, en su acepción más corriente, el citado término tiene un sentido despectivo, aludiéndose con su uso a la postura ante la vida de quien hace gala de una búsqueda constante del beneficio personal, al margen de cualquier consideración moral, así como de una completa despreocupación por los demás. Sin embargo, si nos remontamos a su significado original, habla ríamos de la forma de pensar y actuar de quien, a falta de certezas que puedan proporcionarle una sólida base a su acción, se ampara en una racionalidad vocacionalmente de orden menor, apoyada a su vez en lo poco que el conocimiento práctico de la vida ha permitido establecer como verosímil, atendiendo en suma a lo que cuenta, a todo aquello en lo que nos jugamos algo que realmente nos importa. En tal sentido sí es cierto que podríamos aplicar a Baltasar Gracián el calificativo de cínico. Como es obvio, a muchos otros cínicos, podríamos asegurar que a gran parte de los reconocidos como tales, les vendría grande el adjetivo empleado de esa manera. Afecta esto a su forma de hacer filosofía y a su modo de expresarla. Sus pensamientos llegan por ello a nosotros empapados en un jugoso saber vivir y su actitud tiene, como primera finalidad, compartir sus máximas con aquellos que pueden entenderlas y practicarlas. Sin embargo, es preciso dejar bien claro que el suyo es un cinismo peculiar, que tiene precisamente su origen en la posición ideológica antagónica del cinismo: en un idealismo resignado a tener que habérselas con el maltrato que proviene a su vez de un mundo en el que poco o nada de cuanto acaece se acomoda a la virtud y la razón.

Por eso sus palabras están impregnadas de civilidad, pues saber vivir es ser capaces de compartir la existencia de un modo en que ésta, a pesar de tanto como hay en contra, se convierta en una experiencia gratificante. Algo que tiene una importancia especial en la época y en el lugar en los que Gracián escribe, en la España del siglo XVII, con el trasfondo de un país que está viviendo una auténtica edad de oro en su cultura, pero que, sin embargo, inicia entonces el declive político y económico que le llevará a sumirse en una de las crisis más profundas de su historia. Aunque no hay que olvidar, pese a todo, que la raíz de su filosofar no tiene menos vigencia en el presente de la que sin lugar a dudas tuvo en el momento que a él le tocó vivir. Pues es cierto que el cínico, siempre en el mejor sentido del término, puede encarnar hoy un tipo humano  que, al tiempo que pone en evidencia la vacuidad de ciertas convenciones sociales, demuestra tener la gallardía suficiente como para construir su identidad personal en medio de la incertidumbre más inquietante. Todo ello, sin dar la espalda a la posibilidad, por incierta y remota que esta sea, de hacer de ese esfuerzo constante un trabajo compartido. Porque la actitud vital del cínico posee un componente definitorio que se deriva de un marcado individualismo pero, al menos en lo que se refiere a la forma de proceder de Gracián, la singularidad se construye a través de la tensión positiva con lo colectivo.

A juicio de Baltasar Gracián, dos notas indican ante todo, por lo que se refiere a la manera de comunicarse con los demás, que se está en disposición de adoptar esa actitud. La primera consiste en saber cada cual afirmarse en la vida y encontrar su camino sin permanecer para lograr ese objetivo de forma constante en una disposición negativa, de oposición a todo aquello con lo que trabamos contacto. Gracián lo expresa diciendo que no hay que “tener espíritu de contradicción, pues es cargase de necedad y de molestia. Contra él debe levantarse la propia cordura. Poner objeciones puede ser ingenioso, pero el porfiado no deja de ser un necio. Estos convierten en guerrilla la dulce conversación y por ello son más enemigos de los más próximos que de los que no les tratan”. Aquí la discrepancia expresada a destiempo y de mal modo se convierte enindudable signo de incivilidad. No porque uno tenga que plegarse a la manera de pensar que resulte ser en cada momento más próxima al parecer común, pues en ningún momento pretende Gracián que el juicio del individuo se someta sin más a las disposiciones colectivas. Por el contrario, la postura que él defiende consiste en cultivar la diferencia pero sin olvidarnos jamás del derecho que tienen los demás a hacer otro tanto. Basta esta razón para justificar la necesidad de expresar nuestras opiniones tratando de no ofender a los otros y, sobre todo, no contradiciendo las ideas que ellos defienden, por el mero hecho de no ser nuestras, sin pararnos siquiera a pensar en la validez que pueda tener su fundamento.

La segunda de las notas antes indicadas es “poseer el arte de conversar”, pues éste “pertenece a las auténticas personas. En ninguna actividad humana se necesita más la prudencia, pues es la más común de la vida. Aquí se decide el ganar o perder. Si la prudencia es necesaria para escribir una carta, que es una conversación pensada de antemano y por escrito, ¡mucho más en la conversación ordinaria donde uno se examina de discreción de modo precipitado! (…) No hay que pretender ser censor de palabras, pues será tenido por gramático y pedante; tampoco fiscal de frases, pues todos evitarán el trato. Al hablar importa más la discreción que la elocuencia”. En efecto, la impresión de artificiosidad que provoca el exceso de elocuencia, cierra las a los presentes las posibilidades de participar en una auténtica conversación. Primero por la inquietud de verse corregidos por quien actúa más como un gramático que como alguien dispuesto a dialogar de forma abierta; en segundo término, porque el exceso de retórica cierra el discurso sobre sí mismo, como un producto acabado al que los otros nada pueden aportar. De esta forma, se crea un monólogo autocomplaciente que, más allá de la mera apariencia, excluye cualquier posibilidad real de diálogo. No habrá, por tanto, a través del libre conversar aproximación común a ningún punto de acuerdo ni, en consecuencia, tampoco afianzamiento del sentir colectivo.

Profundizando aún más en ello, Gracián señala que en la palabra radica gran parte del poder que el ser humano tiene para hacerse a sí mismo y construirse un lugar en el que habitar, por ello insiste en la importancia de expresarse con prudencia, “con los competidores por cautela; con los demás por decencia. Siempre hay tiempo para soltar las palabras, pero no para retirarlas. Hay que hablar como en los testamentos: cuantas menos palabras, menos pleitos”. 

El poder del lenguaje queda ejemplificado de esta forma, por medio de algo tan crucial en la vida de una persona como es la elaboración de este documento. El ejemplo no podría ser más clarificador, pues no olvidemos que el peso de la palabra se hace notar de manera particular en el caso de un documento como éste, que recoge las disposiciones que hace una persona para que sean cumplidas por otros tras su fallecimiento. En él las palabras han de ser precisas, las justas para dejar claro lo que haya de hacerse y no suscitar duda alguna sobre ello.
Devoto de la claridad y la concisión expresiva, Gracián no puede dejar de tener presente el peligro que encierra el uso impreciso del lenguaje: generar confusión en lugar de comunicación. Podríamos pensar que aquí se encierra un ideal regulativo a propósito del uso del lenguaje, más  que una realidad. Es bien cierto que la precisión conceptual requiere un esfuerzo constante por parte de aquel que utiliza el lenguaje. 

Podríamos decir que, en la medida en que se consigue, es fruto de la voluntad consciente del hablante y nunca fruto de un azar venturoso. Quien toma en serio esta tarea lo hace porque, como ya hemos sugerido, sabe que la palabra abre o cierra la ocasión de compartir un momento decisivo, de fraguar un proyecto, de expresar un sentimiento que hace al otro capaz de comprender lo que somos. El poder que tiene es tal que ha de administrarse con cautela. La palabra debe ser vista, además, como el instrumento adecuado para la construcción y la expresión del pensamiento, pero no siempre resulta conveniente que los entresijos de éste sean transparentes para los demás. Esa es la razón de que sostenga Gracián que es aconsejable, “sin mentir, no decir todas las verdades”, ya que “no hay cosa que necesite más cuidado que la verdad, pues es sangrarse el corazón. Tan necesario es saberla decir como saberla callar. Con una sola mentira se pierde toda la reputación de rectitud. Al engañado se tiene por falto de juicio y al engañador por falso, que es peor. No se pueden decir todas las verdades: unas porque me afectan a mí y otras a los demás”. Como vemos, las cautelas que aquí se expresan responden a la estrategia de la prudencia, aunque también lo hacen a una toma en consideración del poder del lenguaje. Este último es tan grande que es propio de necios actuar como si las palabras no tuvieran ningún valor.

En efecto, la palabra es, como decíamos, el elemento básico con el que se construye el pensamiento. Ella es el apoyo más evidente que tenemos para poner en pie los procesos argumentativos. En consecuencia, no sólo expresamos una opinión, sino que también elaboramos el razonamiento sobre la base de las palabras. Ellas están unidas, por tanto, a formas de expresión y a procedimientos discursivos. A veces estos procedimientos pueden establecer rutinas en las que llega a ser peligroso permanecer encerrados. Pues no hay que olvidar, en este sentido, cómo los modos de hablar encierran esquemas acerca de las formas de pensar y los procedimientos comúnmente aceptados de actuar. Aconseja, pues, la prudencia “en ocasiones razonar de forma inusual”, alejarse todo lo posible de los caminos trillados por el transitar continuo de las gentes. Con ello, sostiene Gracián, se da “prueba de una capacidad superior”. Por añadidura, este filósofo de lo cotidiano no deja de ponernos sobre aviso de la importancia que tiene la discusión con los otros, en todos los órdenes que podamos contemplar. Lo que lleva aparejada una advertencia, en el sentido de desconfiar de quienes no discuten nuestros planteamientos, ya que habría que pensar que su permanente asentimiento o es fruto de la desconsideración hacia nosotros o resulta sospechoso por otros motivos. Así pues, “no hay que estimar a quien nunca nos contradice, pues no lo hace por afecto sino por beneficio propio. Uno no debe dejarse engañar por la adulación y premiarla, sino condenarla”. Así, el que nos invita a no contradecirnos porque él no nos contradice jamás, es alguien de quien podemos con justicia sospechar.

Hemos de tener presente que, a pesar de ser muy transitados, los lugares comunes no son, ni mucho menos, los más seguros. Wittgenstein nos ha enseñado que no es adecuado interpretar el contenido del discurso, atendiendo únicamente a la forma externa con la que lo expresado se presenta. Del mismo modo que no debemos prejuzgar, nos decía en su Tractatus Logico-Philosophicus, la forma del cuerpo partiendo tan sólo del conocimiento del aspecto que adivinamos a través del vestido que lo encubre. Algo similar a esto es lo que se nos dice también en El arte de la prudencia. En efecto, una de las tesis que subyacen a toda la obra viene a insistir en que la forma de la expresión no nos proporciona suficientes elementos de juicio para considerar de manera adecuada el contenido y mucho menos para conocer de antemano las intenciones de nuestro interlocutor.

Nos aconseja Gracián, en especial, que no olvidemos que “hay que razonar al  revés”, “cuando nos hablan maliciosamente” pues, como él mismo añade, “con algunos todo debe ir al revés: el sí es no y el no es sí”. En definitiva, la intención que pueda tener nuestro interlocutor no es ni mucho menos evidente, y lo es aún menos cuando tratamos con personas habituadas a ocultar sus propósitos a los demás. Es bien cierto que subyace, a este ejercicio de prudencia, el objetivo de buscar el éxito y ponerse al resguardo de los peligros de la vida social, pero no lo es menos que la actitud de quienes prudente busca al mismo tiempo, sino descubrir la Verdad –algo que el sabio aragonés consideraría sin duda ajeno a nuestras posibilidades reales-, sí al menos aproximarse a lo verdadero, ampliar su experiencia y conocimientos.

Sea como fuere, nada de esto significa que tengamos que reaccionar frente a lo que nos dicen los demás de una manera hosca o incivilizada, pese a lo grandes que puedan ser nuestras sospechas. Por el contrario, hay que saber expresar lo que queremos o decir lo que tengamos que decir de forma que no provoquemos en quien nos escucha un dolor innecesario. Es preciso, siempre que sea posible, hablar con “palabras de seda, con suavidad de carácter”. Gracián subraya que “las saetas atraviesan el cuerpo y el alma las malas palabras”, añadiendo que “la mayoría de las cosas se paga con palabras” 

Por lo demás, el poder de la palabra queda de sobra acreditado por su capacidad de configuración sobre todo lo que es relevante para el ser humano. Con palabras se construye nuestro mundo y éste no puede sostenerse al margen de ellas. Las palabras constituyen el sustrato en el que se asienta nuestro ser colectivo, sin el cual la existencia individual no puede encontrar fundamento positivo alguno. Tampoco podría encontrar sin palabras su sentido o, cuando menos, la ocasión de preguntarnos por él. No en vano concluye Gracián que, “lo que todos dicen o ya es o será” sosteniendo con ello que en base al lenguaje se constituye la realidad que habitamos.